sábado, 11 de abril de 2009

Las buenas maneras

“¿On toy?”
-Algún despistado-

Calixta Gómez de la Peñablanca avanzó tres pasos con lentitud estudiada (tres horas diarias), miró con desdén a Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura, le dio la espalda y salió contoneando las caderas sin decir adiós.
Pablo César, que era un tipo lógico, determinó suicidarse. Pero no lo hizo en ese momento porque recordó que había olvidado lo más importante en estos casos. Para cumplir con la más simple cortesía se levantó de la silla con un movimiento desesperado, “¡Calixta!”, gritó (no muy fuerte para no alterar a los vecinos, pues además era civilizado), extendió el brazo hacia la puerta por donde había salido su prometida (palabra cursi, pero ad hoc para el caso) y lo bajó lentamente.
Cumplida la formalidad regresó a su idea primera. Con paso vacilante y la cabeza gacha se encaminó a su cuarto. Al llegar al pie de la escalera se miró en el espejo y pensó que su cabello bien peinado hacia atrás no estaba de acuerdo con su nuevo papel de abandonado en estado de angustia y fuerte depresión. Se dio un toque magistral, descompuso su expresión y quedó satisfecho.
Llegó a su cuarto, abrió el cajón y tomo la Baretta calibre .38. Como hombre ordenado verificó que el cargador estuviera completo. Estaba decidiendo en qué parte de su cuerpo disparar cuando sonó el teléfono. Era Rodrigo Antonio de la Fuenteseca; lo invitaba a ver el futbol.
Hay cosas que pueden aplazarse, aunque no indefinidamente. Una de ellas es el suicidio. Eso es importante si se toma en cuenta que una persona bien educada nunca debe desdeñar la invitación de un camarada. Así que Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura aceptó la invitación.
El partido cumplió las expectativas de los amigos; su equipo ganó por goliza. “Si hay una vida después de ésta, comentó Pablo César, este partido será un buen recuerdo que me llevaré conmigo. Quizá sea el mejor”. En su voz dejó traslucir un dejo de amargura no exento de elegancia.
“Debo suponer, respondió Rodrigo Antonio de la Fuenteseca (quien era un tipo brillante), que la comida de hoy careció de gusto”. “Esta vez te equivocaste, lamentó Pablo César, Calixta me ha abandonado”.
Rodrigo Antonio meditó unos segundos. “Eso lo explica todo”, dijo después de sus meditaciones. “Efectivamente, apuntó Pablo César, mi profunda tristeza es provocada por el abandono…”. “De hecho, interrumpió Rodrigo Antonio, yo pensaba en otro asunto: ayer vi a Calixta abrazada de Manuel Gonzalo. No te lo comenté porque temí cometer una indiscreción de mal gusto”.
Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura guardó el silencio necesario para demostrar a su amigo que lo entendía.
Al cabo de unos momentos, Rodrigo Antonio hizo una exclamación de sorpresa, como si de pronto hubiera comprendido algo.
–Pablo César –dijo después con solemnidad–, debes suicidarte.
–Lo sé –respondió el aludido. De hecho había pensado en darme un tiro.
Rodrigo Antonio de la Fuenteseca lo miró como si no estuviera seguro de con quien hablaba. Luego de un rato le recordó que un balazo era la peor elección, le describió el sonido del arma (aun con silenciador) y cómo se riega la sangre y lo ensucia todo, de cómo la bala desfigura a la cara, de la nota roja en los periódicos, de la consiguiente muerte social de quien con completa desconsideración molesta a los vecinos.
–Lo siento –se disculpó Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura–; fui un loco. Debe ser la rapidez con que ocurrió todo… Pero dime, amigo mío, confío…
–No te preocupes –se apresuró Rodrigo Antonio–, nadie sabrá lo del disparo. Te lo prometo.
Luego, Rodrigo Antonio recordó que los amigos más cercanos estaban reunidos en ese momento en casa de Fernanda Canal de los Cisnesnegros. “Ellos podrán ayudarnos a elegir la mejor forma de resolver tan enojoso asunto”. Y los dos amigos, con la gravedad del caso, se dirigieron a la residencia Canal de los Cisnesnegros.
Al llegar encontraron un cuadro plácido en un ambiente agradable, en el cual destacaban la camaradería y el correcto esparcimiento de un grupo de amigos recién estrenados en la edad adulta:
Luis Guillermo Olivares del Valleoculto y Román Mario Iñiguez de la Vereditalegre fornicaban discretamente con Anastasia María Inclán del Monteclaro. Más allá, Simmone Pérez de las Águilascalvas y Alejandro Arturo Encinas de los Monteros preparaban unas grapas blancas en un espejito de plata.
Los demás, en grupos, hablaban sobre los temas de actualidad: autos, instrumentos de inversión, moda, relojes...
–Señores –exclamó Rodrigo Antonio de la Fuenteseca con voz bien modulada–, disculpen que los interrumpa tan abruptamente, pero debemos tratar un tema de suma gravedad; Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura debe suicidarse.
Al oír esas palabras, el grupo rodeó a los dos amigos. El silencio pesaba, tanto que amenazaba con hundir el suelo y, con él, a todos los amigos. Para evitarlo Simmone decidió hablar. “Efectivamente, dijo, Calixta me lo comentó hace unas horas”.
Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura enarcó las cejas levemente, en una elegante señal de sorpresa (tal como se lo enseñara su madre). Pero no pudo decir nada porque lo interrumpió Rodrigo Antonio de la Fuenteseca:
–Y esta mañana estuvo a punto de darse un tiro.
La expectativa que guardaban los amigos que los rodeaban se transformó en desprecio:
–Era de esperarse –Apuntó Anastasia María Inclán del Monteclaro– y le escupió a la cara.
–Pablo César nunca demostró estar a la altura de sus problemas –dijo Luis Guillermo Olivares del Valleoculto–, y también le escupió a la cara.
–Voy por un trago –observó Rodrigo Antonio de la Fuenteseca–, y de pasada, por si después no alcanzaba, también le escupió a la cara.
Los demás no dijeron nada, pero cumplieron con su deber ante la etiqueta e, igualmente, le escupieron a la cara.
-Calixta aseguró que Pablo César haría exactamente eso –Afirmó Simmone, y en su voz había un dejo de hiriente ironía.
Durante ese tiempo, Pablo César mantuvo la mirada en el piso, y sólo la levantó cortésmente para que los escupitajos le dieran plenamente en la cara. Cuando terminaron los discursos supo que era su turno.
–Tienen razón y merezco todo su desprecio. Sólo puedo decir en mi defensa que estaba cegado por una extraña pasión, pero ahora estoy arrepentido por mi irracionalidad.
–Eso no te disculpa –respondió Fernanda Canal de los Cisnesnegros–, pero estamos dispuestas y dispuestos (le gustaba ir con los tiempos políticos del país) a poner un púdico velo en torno a tus impulsos.
–Sin embargo –agregó Simmone Pérez de las Águilascalvas–, como no confiamos en tu buen gusto para cumplir con tu deber, nosotros decidiremos la forma en que te suicidarás.
Pablo César, profundamente conmovido, agradeció a sus amigos su amabilidad y comprensión. Ellos se retiraron a uno de los cuartos a deliberar. Se entretuvieron un poco porque decidieron hacer una orgía y algunas llamadas.
Pablo César aprovechó el tiempo para llamar a su padre y comunicarle su inminente partida hacia el otro mundo.
–Lo sé –le dijo su padre–, me lo acaba de comunicar Rodrigo Antonio de la Fuenteseca. Por él me enteré también de tu vergonzoso intento de darte un balazo. Estuve a punto de maldecirte. Afortunadamente tienes amigos que te quieren; en reconocimiento a ellos sólo te despreciaré, a menos que los escuches. Haz lo que te digan y te guardaré en mi recuerdo.
–¿Vendrás a mi entierro? –Preguntó ansiosamente.
–Lo siento hijo, pero tengo algunos negocios que atender. Sin embargo enviaré a un reportero y me enteraré de los pormenores por la prensa.
Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura colgó el teléfono. Pensó en su buena suerte al tener a esos amigos y a un padre siempre cariñoso.
Estaba a punto de quedarse dormido cuando regresó el grupo.
–Hemos decidido –dijo Simmone Pérez de las Águilascalvas– que debes arrojarte de la azotea del edificio Géminis. Pero debes tomar impulso para caer en el arroyo vehicular, de manera que si no mueres por la caída, mueras atropellado.
–¿Cuando lo debo hacer? –preguntó Pablo César más animado, porque notó en la voz de Simmone un poco de simpatía.
–Ahora mismo. Iremos para allá.
La madrugada tiene sus ventajas. Una de ellas es que el tráfico es escaso, de manera que llegaron muy rápido al edificio en cuestión.
–Sube y espera a que amanezca. Nosotros estaremos abajo. Recuerda que somos tus padrinos en este duro momento –Le dijo Rodrigo Antonio de la Fuenteseca.
Con solemnidad ensayada (dos horas a la semana), cada uno fue despidiéndose de Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura. Terminadas las formalidades subió con la cabeza baja, como ameritaba la ocasión y señalan las buenas costumbres,
Llegó a la azotea poco después. Mientras esperaba a que amaneciera pensó en su buena suerte, la cual se evidenciaba en sus amigos, solidarios en momentos tan difíciles como el que vivía en ese momento.
Sus amigos, por su parte, decidieron que podían esperar el amanecer en un bar cercano, sin sufrir el frío y las miradas indiscretas. La decisión, sabia por demás, fue acogida con agrado por todos los implicados.
Ciertamente a ninguno de ellos se le puede culpar por olvidar a Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura; el ambiente, las bebidas y la música absorbieron su atención hasta el mediodía. Si entonces se hubieran acordado ya no tendría sentido, pero igual no lo hicieron.
Ni siquiera Matilde González Chávez tuvo la culpa del abandono, principalmente porque ella no tiene nada que ver con este cuento.
Justo a las 7:00 horas, Marcos Castellanos vio a Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura caer justo frente a su camioneta. Pudo frenar, pero estaba muy a gusto con los pies donde los tenía. Además, el auto no era de él.
Atrás manejaba Alejandro Sánchez Martínez, quien consideró irrelevante evitar a un atropellado que, además, se había arrojado desde un edificio. Otros tres automovilistas encontraron buenas razones para pasar por encima del cadáver.
La cosa es que lo recogió el camión de la basura, pues todos creyeron que se trataba de un perro muerto. Y es que a ninguna persona se le ocurrió dar aviso de los acontecimientos. Ni siquiera al padre de Pablo César, quien a esa hora dormía tranquilo.
Pero precisamente porque el cuerpo quedó convertido en una masa informe y desagradable para la vista, y no por otra cosa, su padre no habría podido mandar a un reportero, aun si se hubiera acordado de tener un hijo llamado Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura.

Cleptómano

Te quiero, le susurré, y me la llevé escondida en el bolsillo.

viernes, 10 de abril de 2009

La visión

I

Tu sueño se transforma en sopor. Hay algo. Cerca de ti hay algo, pero no puedes estar alerta. El sueño es intenso y no puedes despertar. La sensación es más clara, alguien se acerca, pero no puedes salir del sopor.

Tus reflejos no llagan; algo de ti quiere seguir como estás, disfrutar del duermevela en que te encuentras. Pero otra parte busca salir, despertar y actuar. Realizas un esfuerzo enorme y al fin lo logras.


Abre los ojos.

Miras al hombre. Sientes furia y miedo. Tratas de contrólate, pero no lo logras. Su mano baja rápidamente. Sientes la estaca atravesar tu pecho, tu corazón. En sus ojos no hay pasión, ni odio ni amor; sólo frialdad. El sueño se adueña nuevamente de ti.


II

Despertó sudando. La noche aún era profunda. Era un sueño. Se levantó y entró al baño para orinar. Luego se fue a la cocina, se sirvió un vaso de leche. Desde su ventana contempló la calle mal iluminada, contempló un gato fugitivo, las figuras fantasmagóricas de las ramas de los árboles (sombras). Nada más.

El silencio era un tenue zumbido en sus oídos. De lejos llegó el ruido del tráfico inagotable de la avenida, los ladridos de un perro en alguna parte, una música indefinida (algún desvelado).
Prendió el televisor, pero lo apagó de inmediato.

Entró en otra recámara habilitada como estudio. Del librero tomó un libro al azar, El Contrato social, de Rousseau. Leyó las primeras líneas, pero se distrajo. Decidió buscar otro; Tres tristes tigres, de Infante; Leyó sólo la primera parte (la de las historias sueltas) hasta que le regresó el sueño.

Consultó su reloj: tres de la mañana.

Se acostó y quedo profundamente dormido.


III

Lo despertó el canto de las sirenas. Estaban muy cerca; demasiado cerca para su gusto. Se levantó de un brinco y se asomó a la ventana. Contó cinco patrullas y una ambulancia, justo bajo su ventana. Varios judiciales entraban y salían de su mismo edificio.

Se metió a bañar preocupado. Tenía el presentimiento de que lo buscarían muy pronto. Se vistió. Tenía la esperanza de que lo dejaran desayunar antes de que llamaran a su puerta.

Cosa rara; no sintió curiosidad sobre lo que había pasado. Pensó, eso sí, en un muerto. Pensó en alguien asesinado (si no, por qué tanto agente policiaco). Pensó en Roxana, su vecina de arriba con quien coincidía casi siempre en el elevador, pensó en sus ojos achinados y en su cuerpo. Pensó en ella y sintió angustia por la posibilidad de no verla más.

La esperanza de su desayuno se vio frustrada; llamaron a su puerta cuando apenas se freía el tocino y comenzaba a oler a café.


IV

Llegó al cuarto piso flanqueado por dos judiciales. Afuera del 402 ya estaban reunidos varios vecinos. Buscó con la vista y vio a Roxana que lloraba. Maldijo al ver también a Gutiérrez que la consolaba.

La puerta se abrió y salió una camilla con un hombre (todos lo conocían por lo menos de vista) metido en una bolsa de plástico negro. Juntó con él salieron dos paramédicos y varios judiciales. También salió un hombre con un traje pasado de moda.

El hombre del traje pasado de moda contempló a los vecinos ahí congregados, hizo una seña a un tipo chaparrito con una chamarra que decía PGR. Cuando se acercó le dijo algo al oído.
Roxana seguía llorando. La mujer del 401, una anciana medio extraña, se le acercó y le murmuró que era un vampiro. No le hizo caso porque siempre murmuraba cosas que nada tenían que ver con la realidad.


V

-¿Conocía al señor Rodríguez? -Sólo de vista. No nos encontrábamos frecuentemente.

-¿Hablaba mucho con él?

-No.

-¿No cruzaba palabra con él?

-Sólo lo clásico.

-¿Qué es lo clásico?

-Buenos días, buenas noches.

-¿Tenía problemas con alguien del edificio?

-Lo ignoro.

-¿Usted no escuchó nada extraño durante la noche?

-No, nada anormal.

-Su vecina de abajo afirma que lo escuchó caminar por su departamento aproximadamente a la misma hora en que mataron a Rodríguez.

-Desperté durante la noche por una pesadilla. No sé qué hora era. Cené algo y leí un rato. Luego me acosté.

-¿A qué hora fue eso?

-No sé, pero volví a acostarme a las tres de la mañana.

-¿Sabe por qué alguien quería matar a Rodriguez?

-No señor, nunca me meto en las vidas ajenas.

-¿Lo visitaban frecuentemente?

-Quizá la gente que vive en el mismo piso se lo pueda contestar.

-Sus vecinos afirman que usted pasa mucho tiempo en su departamento, ¿no le parece extraño que no conozca las costumbres de sus vecinos?

-Licenciado, me la paso en mi departamento, no en la puerta espiando a los demás.

-Lo entiendo. ¿Cómo define a sus vecinos del cuarto piso?

-No los defino. De ellos sólo sé que viven en ese piso.

-¿Qué me puede decir de la señora González?

-¿Quién es la señora González?

El agente del Ministerio Público lo contempló unos segundos en silencio.

-¿No sabe? Vive en el 401.

-Así que se apellida González.

-¿Qué me puede decir de ella?

-Sólo que está un poco loca.

-¿Un poco loca?

-Bueno, dice cosas raras.

-¿Qué cosas raras?

-Que le habló un espíritu, que se encontró con Cristo, que Dios le dijo algo.

-¿Nunca mencionaba al señor Rodríguez?

-No.

-¿Usted cree que ella pudiera matar a alguien?

-Lo ignoro.

-Bien señor, le agradezco su colaboración. Si necesitamos más información lo vamos a molestar otra vez.

-Muy bien, con permiso.

-¿No le interesa saber cómo murió Rodríguez?

Guardó silencio. De todas formas el agente le respondió:

-Le atravesaron el corazón con una estaca de madera.


VI

Fue hasta que cerró la puerta. Una angustia profunda lo empezó a invadir poco a poco. Sus piernas comenzaron a temblar. Fue a la cocina y se bebió un vaso de agua. No tuvo tiempo de llegar al baño. Vomitó en el fregadero.

Se sirvió un vaso de tequila, pero su olor le provocó un nuevo vómito. Maldijo en silencio.

Desde su ventana miró a la gente pasar; algunos contemplaban el carro policiaco con curiosidad. En toda la gente veía la falta de preocupación, pero pensó en las pequeñas angustias que todos arrastraban.

Los golpes en su puerta lo hicieron pegar un brinco. Trató de calmarse junto a la puerta, y lo logró en parte. Era Roxana, aún tenía los ojos rojos de llorar y temblaba ligeramente.

Antes de que él pudiera decir algo la muchacha entró.

-Ese horrible- dijo, y se soltó llorando.

-La muerte siempre es horrible- confirmó él.

-Fue Gonzalo Gutiérrez- murmuró la muchacha-, ya se lo llevan a la cárcel.

Luego continuó:

-Él me lo dijo y yo lo denuncié. Dijo que Rodríguez era un vampiro.

Dicho eso, la muchacha se soltó llorando.

El no supo qué pasó, pero cuando abrió los ojos estaba en el suelo y ella hincada a su lado.

-¿Estas bien?

-Sí era un vampiro.

-¿Rodríguez?

La verdad le llegó de pronto, justo en el momento entre cuando despertó y cuando la muchacha le habló.

El contó su sueño.

La muchacha lo miró en silencio. Se levantó despacio.

-Vengo luego.


VII

Eran las diez de la noche. Comenzaba a recuperarse cuando golpearon a su puerta. Era Roxana.

-Pásale- pidió.

La muchacha obedeció. Ya no lloraba.

Cenaron juntos. Luego ella comenzó a desnudarse. El quedó estático contemplando su cuerpo que iba apareciendo poco a poco conforme la ropa desaparecía.

Justo antes del orgasmo la muchacha le murmuró al oído:

-Hace dos noches estuve con Rodríguez en su departamento.

Luego lo mordió en el cuello.